François Rigaux
en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n. 8 (octubre 1986)
La cuestión de la legitimidad es importante para cualquier sistema jurídico y, sin prejuzgar la verdadera naturaleza de la Declaración de Argel y de las sentencias que aplicaron sus disposiciones, para cualquier conjunto conceptual que haya adoptado la forma de una normativa jurídica. Sin embargo, debemos admitir que la ciencia jurídica aún no ha conseguido dar una respuesta satisfactoria a esta cuestión de la legitimidad, si es que acepta siquiera que se plantee tal pregunta. La dificultad se resuelve generalmente por preterición, y la solución positivista es bien conocida en este punto: es la efectividad del poder sobre un territorio por parte de un aparato estatal lo que califica el orden jurídico así identificado con el Estado.
El concepto de Estado de Derecho (Rechtstaat) no aporta ninguna precisión significativa, ya que la juridicidad del Estado se reduce a los elementos puramente formales de las normas e instituciones establecidas. La ciencia jurídica no consiguió cuestionar la naturaleza jurídica del Estado nazi.
La situación no es mucho mejor en el derecho internacional. Obsesionada por una teoría jurídica que identifica el derecho con el Estado, la ciencia del derecho ha encontrado a menudo dificultades para justificar la calidad de un orden no territorial, privado de fuerza pública y de jurisdicción obligatoria. Excepto en cuestiones significativas pero específicas, como la condena de la dominación colonial, la ocupación extranjera o el régimen del apartheid, el orden jurídico internacional no ha logrado hasta ahora controlar la legitimidad de los poderes estatales.
Si nos limitamos a las fuentes occidentales del derecho internacional, que han seguido siendo predominantes hasta ahora, podemos observar dos corrientes paralelas, una que puede calificarse de realista o positivista (Hobbes, Spinoza), la otra de utópica: el proyecto de paz perpetua del abate de Saint-Pierre, retransmitido por Rousseau y por Kant (Zum ewigen Frieden, 1795) y culminado en la Declaración del Derecho de Gentes (antecesora de la Declaración de Argel, ya que era verdaderamente una Declaración del Derecho de Gentes), que el abate Grégoire intentó en vano hacer aprobar a la Convención, en 1793 y en 1795.
La Constitución de la Sociedad de Naciones y luego la de las Naciones Unidas fueron los frutos tardíos e insuficientes del pensamiento utópico, del que Rousseau y Kant son los representantes más prestigiosos, y es a este linaje al que Lelio Basso se adscribe claramente. Hay que despojar a la palabra utopía del halo peyorativo que con demasiada frecuencia la acompaña: es un pensamiento que se adelanta a su tiempo y que busca el lugar (siempre esa obsesión por el territorio) donde arraigar.
Hoy en día, el pensamiento utópico ya no es sólo la visión del futuro que tienen algunos hombres de genio, de Rousseau a Basso, sino que se expresa en movimientos colectivos que incluyen las luchas de liberación llevadas a cabo en particular en el Tercer Mundo, la lucha por la democracia librada en América Latina o en Filipinas, los movimientos pacifistas o ecologistas, las organizaciones de defensa de los derechos humanos, de los refugiados, de los inmigrantes, y todos los esfuerzos de resistencia al Estado y de reforma del Estado que pueden observarse en todo el mundo.
Si volvemos entonces a la cuestión de la legitimidad del Tribunal, ésta no encuentra apoyo en las personas de quienes lo componen, sino en la convergencia que puede detectarse entre las palabras pronunciadas por unos pocos y la acción llevada a cabo por pueblos enteros.
Todos aquellos que luchan, sufren y se sacrifican para mejorar la condición de su pueblo son los únicos verdaderos garantes de la legitimidad del Tribunal. En cuanto a la convergencia, se manifiesta de manera extremadamente concreta: el Tribunal Russell II sobre América Latina, que está en el origen de las instituciones permanentes inspiradas posteriormente por Lelio Basso, condenó los regímenes militares y las dictaduras de América Latina, la mayoría de los cuales se han derrumbado desde entonces.
Hace sólo unos meses que el gobierno estadounidense y los medios de comunicación del “mundo libre” reconocieron el horror de las dictaduras de Duvalier y Marcos, mientras que el Tribunal Russell II, para el primero, y el Tribunal Permanente de los Pueblos, para el segundo, las condenaban en un lenguaje que ya no puede calificarse de utópico, cuando eran jefes de Estado reconocidos y respetados. La verdadera legitimidad de un sistema jurídico reside en el futuro y no, según la concepción arcaica de un poder recibido de Dios, en el pasado.
Queda por aclarar el significado de los laudos del Tribunal en relación con la Declaración de Argel y las normas internacionales que ha aplicado. Es la aplicación de la norma a situaciones particulares la que revela su significado a través de un proceso progresivo de elucidación. La ausencia de jurisdicción obligatoria es la debilidad más profunda del orden jurídico internacional: por mucho que sea imposible dar una definición a priori de conceptos tan fundamentales como la agresión, la legítima defensa y la autodeterminación, sería (relativamente) fácil verificar caso por caso si una situación concreta entra o no en el ámbito de la norma.
Esta es también la función principal del Tribunal Permanente de los Pueblos: demostrar que la textura abierta de las normas básicas del derecho internacional, de las que la Declaración de Argel no se aparta en ningún punto esencial, las hace aptas para tratar las situaciones particulares que les son propias.
Rigaux, François
en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n. 8 (octubre 1986)