Luis Moita
en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 8 (octubre 1986)
En primer lugar, con el fin de 48 años de dictadura policial y militar, este periodo se caracteriza por la recuperación de los derechos fundamentales y las libertades democráticas. El único hecho realmente sorprendente de este proceso es que el golpe final contra la dictadura lo asestaron los militares, transformando así a las fuerzas armadas de un instrumento represivo a uno permisivo, a veces incluso aliado de las fuerzas populares.
Sin embargo, el colapso de la dictadura está intrínsecamente ligado al final de la guerra colonial. La recuperación de las libertades democráticas es inseparable del proceso de apertura al mundo y, en particular, de la descolonización. Como dijimos entonces, un pueblo para ser libre no puede oprimir a otro. Esta relación demuestra que la democracia interna está estrechamente vinculada a la forma de las relaciones internacionales: los derechos de los pueblos son indivisibles, y el respeto de un pueblo por sí mismo se demuestra por la forma en que respeta a los demás pueblos.
Con el restablecimiento del régimen democrático y la eliminación del último gran imperio colonial, Portugal abrió nuevos caminos. Pero en los años siguientes, el derecho de un pueblo a determinar libremente su propio destino se vio seriamente comprometido. A diferentes niveles y en diferentes direcciones, la situación portuguesa favoreció la multiplicación de las presiones externas.
Al principio, las influencias político-estratégicas fueron las que más se dejaron sentir. Las injerencias externas, desde las germano-federales hasta las soviéticas, pero sobre todo las norteamericanas, se sucedieron. Dada la importancia estratégica de la zona portuguesa, y en particular del archipiélago de las Azores, donde Estados Unidos tiene estacionado en medio del Atlántico un auténtico portaaviones, la base de Lages, no es de extrañar que esto ocurriera. La presión, el chantaje y las amenazas pesaron sobre las opciones portuguesas durante estos años, disminuyendo considerablemente el margen de autonomía nacional. Las formas sutiles de estas injerencias extranjeras no mitigan la percepción generalizada de que la situación internacional y el juego de las grandes potencias limitan gravemente el derecho de los pueblos a decidir libremente su propio futuro.
Posteriormente, fueron sobre todo las limitaciones económicas las que se impusieron. Más de una vez Portugal experimentó la humillación de ver cómo el Fondo Monetario Internacional dictaba sus políticas económicas. La deuda externa de Portugal alcanzó uno de los valores per cápita más altos del mundo. Los mecanismos de dominación financiera, a los que estábamos acostumbrados a ver sufrir a los países del Tercer Mundo, no perdonan a las sociedades industrializadas. La imposición de políticas de “austeridad” comprometió seriamente el desarrollo interno y tuvo consecuencias sociales sin precedentes: más de medio millón de parados, cientos de miles de trabajadores con salarios atrasados, la masa salarial con un poder adquisitivo reducido en un 10% en pocos años.
Estos indicios llevan a la conclusión de que un país de la periferia de Europa, miembro de la Comunidad Europea desde principios de 1986, sufre las consecuencias de una realidad internacional dominada por las relaciones de poder. Un país pequeño como Portugal conoce por experiencia la necesidad de democratizar la vida internacional. Evidentemente, no se trata de negar el tejido de interdependencias en el que se integran todas las sociedades. Pero se trata de reivindicar el respeto de las soberanías nacionales y la no subordinación de los intereses de los pueblos a las ventajas de los poderosos.
Por lo tanto, un estudio en profundidad del tema de los derechos de los pueblos no puede limitarse al análisis de situaciones lejanas, como si sus violaciones estuvieran confinadas a sociedades “exóticas” o “periféricas”. Los derechos de los pueblos son algo “interminable”, es decir, un dinamismo constante ligado a toda la humanidad. La lucha por estos derechos no es una cuestión de los “otros” que nos interesan desde una perspectiva más o menos caritativa, es una lucha que empieza por nosotros mismos. Sólo quien es sensible al clamor de su propio pueblo puede sentirse solidario con el clamor universal, en la búsqueda incesante de la dignidad de los pueblos.
Moita, Luis
en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 8 (octubre 1986)