Salvatore Senese
en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 8 (octubre 1986)
Y, sin embargo, la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos no puede considerarse el fruto de una brillante operación intelectual: detrás de cada uno de sus enunciados hay experiencias dolorosas de acoso intolerable al individuo o incluso grandes tragedias históricas, y hay, al mismo tiempo, la toma de conciencia de millones de seres humanos, la emergencia de la dignidad humana en zonas del mundo mucho más amplias que el pequeño recinto de Occidente donde nacieron históricamente los “derechos humanos”.
Ciertamente, la génesis de la Declaración de Argel estuvo muy influida por ese taller colectivo de análisis y reflexión que fueron las tres sesiones del Tribunal Russell II sobre América Latina, organizadas y presididas por Lelio Basso entre 1974 y 1976. En ese taller, la defensa de los derechos humanos se despojó de las connotaciones de idealismo abstracto que tan a menudo la caracterizaban, y ascendió al terreno de las condiciones históricas y materiales que pueden hacerla posible y exitosa. De este modo, se hizo cada vez más evidente que el hombre -cuya dignidad se trata de proteger- no es un sujeto desvinculado de un contexto socio-histórico, despojado de toda dimensión colectiva, sino que es una individualidad y una subjetividad determinadas dentro de un tejido social, constituido por la lengua, la cultura, la historia, las relaciones de producción, etc., y que los reiterados ataques a la vida del hombre y a su dignidad y que los ataques reiterados y sistemáticos a la subjetividad humana son siempre indicio de un ataque a la dimensión colectiva en la que se inscribe el sujeto, de modo que la defensa de ésta constituye el paso obligado de toda acción en defensa de la dignidad humana.
Pero esta refundación de la defensa de la dignidad de la persona también se vio impulsada por las grandes transformaciones que -a partir del final de la Segunda Guerra Mundial- invadieron la escena mundial, haciendo cada vez menos sostenibles los dispositivos que presuponen explícita o implícitamente la desigualdad de los hombres. No es casualidad que una fuerte exigencia de universalidad se exprese ya en la Carta de las Naciones Unidas, con especial referencia al bien de la paz, y, pocos años después, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Esta aspiración a la fundación de valores y normas universales se ha visto frustrada en gran medida en las décadas posteriores, pero no ha disminuido, ¡al contrario! Los crecientes peligros que amenazan la paz y la crisis del sistema bipolar de gobierno mundial, dentro del cual deberían haberse realizado las aspiraciones universalistas, no han hecho sino poner de manifiesto la inadecuación estructural de la constitución material del orden internacional con respecto a los objetivos universales de la paz y la protección de la dignidad humana.
Frente a esta insuficiencia, Lelio Basso advirtió con lúcida clarividencia que la propia dimensión colectiva del hombre -en la que sólo puede arraigar el valor histórico-natural de la persona- no puede salvaguardarse sino mediante la fundación de nuevas reglas y de un nuevo orden en las relaciones internacionales.
Es cierto que la empresa se vio afectada por el clima internacional que marcó la mitad de los años setenta: el proceso de distensión en curso, la victoria en Vietnam, la aceleración y conclusión casi definitiva del proceso de descolonización. Todos factores de esperanza. Sin embargo, los promotores de la Declaración de Argel no ocultaron sus sombras: “Vivimos tiempos de gran esperanza, pero también de profunda inquietud”, así comienza el preámbulo de la Declaración.
Hoy, diez años después, ¿es posible emitir un primer juicio sobre la empresa iniciada por Lelio Basso y continuada, tras su muerte, por las instituciones que creó para apoyarla? El estado del mundo parece mucho más sombrío que hace diez años. Al mismo tiempo, sin embargo, la conciencia de la irremediable insuficiencia de este orden ante los dramáticos problemas a los que se enfrenta la humanidad ha entrado en la conciencia de millones de mujeres y hombres, incluso en las zonas más desarrolladas del planeta; y esta conciencia está presionando, mucho más que ayer, sobre las estructuras de poder, las instituciones y los gobiernos. Una conciencia más clara, más problemática, menos propensa a los atajos emocionales de la “revolución” pero más resuelta y extensa, cuestiona la idea lineal de progreso, cuestiona la relación entre pueblo y Estado y la crisis de la formación del Estado-nación, en cuyo seno nació la democracia moderna.
Empieza a ser de sentido común lo que los espíritus más claros han visto desde hace tiempo, a saber, que la humanidad ha alcanzado un umbral en el que surgen ciertos problemas cruciales que afectan directamente a cada persona, sea cual sea su nacionalidad, su ubicación social, el lugar del planeta que habite. Estos problemas comunes (el riesgo de conflicto nuclear, la protección del ecosistema terrestre, la relación con los recursos naturales, el control de la tecnología, etc.) exigen una respuesta común y fundamentan así, en la concreción de la dimensión humana, la necesidad de una nueva universalidad en lugar de los modelos abstractos, unificadores y hegemónicos que se han propuesto hasta ahora (el Hombre, entendido como abstracción o extrapolación de un determinado proceso histórico que tuvo lugar en Occidente; el progreso, entendido como industrialismo productivista, etc.). En realidad, esos mitos tendían a imponer a todos los pueblos el mismo modelo, la misma concepción de la historia y, en definitiva, una cultura única, negando la posibilidad de vivir la historia y borrando las diferencias, la gran variedad de situaciones históricas y culturales, las especificidades. De ahí su fracaso, en un mundo que se ha encogido, ciertamente, pero que al mismo tiempo conoce la explosión de las subjetividades, la reivindicación de la identidad y la autonomía.
Construir una nueva universalidad a partir de las diferencias es la difícil tarea a la que se enfrentan los hombres de hoy. A esta tarea, la Declaración de Argel puede ofrecer una contribución de método. En efecto, este exiguo documento enuncia en algunas decenas de disposiciones los bienes fundamentales que deben asegurarse a cada pueblo y a cada comunidad y cuya garantía efectiva debe funcionar como un momento de verificación empírica de la validez de las soluciones o de los proyectos que se proponen o aplican progresivamente. Los caminos a recorrer no están hipotecados, pero en relación con ellos existe una fuerte necesidad de control, de adecuación, de la que se proporcionan ciertos parámetros, deducidos de la experiencia de las crisis o de los dramas colectivos y, por tanto, legitimados por la historia. La búsqueda sigue abierta, pero se enriquece con una indicación esencial, un comienzo de articulación de la necesidad de que el nuevo orden se construya a partir de la concreción de la condición humana y de sus necesidades.
En esta difícil etapa histórica, no es poca cosa.
Senese, Salvatore
en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 8 (octubre 1986)