Vera Feyder
en Léo Matarasso, Seminario del 6 dicembre 2008, Cedetim, Parigi
Así que me reuní con Léo en su despacho de la rue de Tournon, le expliqué los hechos y, en una hora de conversación, todo se volvió milagrosamente sencillo, claro, obvio, sobre lo que había que hacer, y fue juntos cuando escribimos la carta al editor, que se vio obligado a retirar la edición falsificada de la venta, y a proporcionar otra, restaurando el texto en su totalidad, y como había recibido el “Premio François Villon” otorgado por un jurado.
A partir de ese día, comenzó una gran aventura de amistad. Léo no sólo era un reconocido defensor de las grandes causas (y de las pequeñas, a veces), sino que era un hombre de cultura, una cultura poco frecuente en su profesión, una cultura adquirida gracias a una curiosidad precoz y natural por todo lo que lucha en este mundo por sacar a la luz su verdad, y los artistas -en su lucha singular y solitaria- los primeros, pero una cultura también debida a su frecuentación de los poetas, como Joë Bousquet (a quien conoció durante los años de la Resistencia), Paul Eluard y Henri Michaux (entre otros): Y para convencerse de ello, sólo había que explorar su biblioteca, algo que he tenido amplia oportunidad de hacer a lo largo de veinte años.
Cuando le conocí, Léo llevaba tiempo planeando escribir un libro en el que relataría su vida de militante -en el partido, en los derechos humanos, en el Tribunal Russell, en el Tribunal de los Pueblos-, sus acciones dentro de la resistencia, no para glorificarse, sino sólo para dar testimonio de ella, así como sus intervenciones en los juicios de Argel (conocemos su papel con Henri Alleg, y cómo fue, desafiando todos los riesgos de tal empresa, el paciente, discreto y obstinado transmisor de “La question” hasta su publicación por Jérôme Lindon, Editions de Minuit); Me habló largo y tendido sobre este libro, que quería llamar “Liberté Egalité Fraternité”, y me pareció que todo estaba muy claro en su cabeza. Efectivamente, estaba claro, pero escribirlo era también otra cosa, y como él estaba acostumbrado a dictar sus cartas, a improvisar sus arengas (cuidadosamente pensadas y preparadas), le propuse que procediéramos de la misma manera con este libro: él dictaría su texto, yo lo pasaría a máquina, y luego sólo tendría que releerlo y corregirlo a su antojo. Acordamos trabajar en ello los fines de semana, cuando la oficina estuviera tranquila, y lo intentamos varios domingos seguidos… pero sin resultados satisfactorios para él. Las palabras, releídas sobre el papel, le parecieron terriblemente convencionales, de una gran banalidad, y quizás incluso anticuadas dado el curso de los acontecimientos, y la luz que tenía de ello con el tiempo.
En fin, ensayos inconclusos de estos laboriosos fines de semana que casi todos terminaron en risas, y… en el restaurante. Me arrepentí, y también lo hicieron muchos de sus amigos, pero no él. Me decía: ‘Soy un hombre del presente, de la palabra presente, no del pasado’. No tengo nostalgia, y es la nostalgia la que nos hace mirar atrás en los caminos recorridos. Y era cierto, tanto el discurso volátil (pero efectivo) de las arengas como el efímero de las comidas, donde su generosidad como anfitrión sólo era igualada por este discurso profuso y generoso, donde el más mínimo detalle tenía su nota justa, su pintoresquismo y su cuota de humanidad.
Lo que puedo añadir hoy, ya que es por él que estamos reunidos aquí, diez años después de su muerte, es que la huella que dejó en cada uno de nosotros es indeleble. Y el tiempo desempeñando, como siempre, su papel de revelador (¡a menudo con retraso!) lo hace aún más presente para nosotros. Y al ver la locura del mundo tal y como va, las tragedias, las exacciones, los crímenes que se perpetúan y aumentan, tal vez podamos alegrarnos de que ya no esté aquí para verlos, ni medir su impotencia -que es la nuestra- para combatirlos: un hecho que sólo podía desesperarle. Pero lo que quiero decir, para terminar, es que León pertenece a esa raza de hombres cuya desaparición deja un gran vacío, y que este vacío no sólo no se llena, sino que, por el contrario, se amplía. Leo es una persona a la que se echa mucho de menos en el paisaje humano porque era una especie de luz, no para sí mismo, porque tenía una tristeza profunda bien escondida y no reconocida, pero que a veces afloraba en sus silencios, cuando le quitaban el habla, pero una luz para los demás. Y todos los que se acercaban a él recibían esta luz.
Y la muerte de Leo también fue esto: una luz que se apaga. Y donde todo se vuelve más oscuro, el camino a seguir más incierto, y supo tan bien abrir para nosotros, más fríos, y sobre todo más frágiles nuestras certezas, apegadas a las suyas, que llegaría un día en que las armas y las lágrimas ya no serían el orden permanente y furioso del día, y que no habría, en este mundo, y en cualquier frente, por pequeño que sea, una lucha vana que no pudiera, por un tiempo, detenerlas.
Feyder, Vera
en: <strong>Léo Matarasso,
Seminario del 6 dicembre 2008, Cedetim, Parigi
Milano, maggio 2009</strong>