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La deusa externa de los países en desarrollo: un jeroglífico a descifrar

    Massimo Omiccioli

    en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 2 (septiembre 1983)

    1. – Ochocientos mil millones de dólares a finales de 1982; novecientos mil millones, presumiblemente, a finales de 1983: estos son los órdenes de magnitud del endeudamiento de los países en desarrollo (PED). El propio tamaño de las figuras parece tener un efecto hipnótico: las realidades económicas, políticas y sociales que se esconden tras ellas tienden a desvanecerse. Lo que intentaré hacer en estas páginas, aunque sea de forma extremadamente resumida, es un intento de invertir el orden de los problemas: utilizar la deuda externa de los países en desarrollo como lente a través de la cual observar algunos de los cambios económicos y políticos que se han producido entre los países industrializados y el Tercer Mundo.
    Merece la pena comenzar con una observación banal. Los países en desarrollo han visto acumularse su deuda externa porque en los últimos 10-15 años han recibido predominantemente flujos financieros creadores de deuda. Si se tiene en cuenta que ni las donaciones ni las inversiones directas tienen este efecto, el cuadro que presentamos muestra que a principios de los años sesenta, la parte de los flujos financieros creadores de deuda sólo representaba el 35% del total, a finales de los años sesenta y setenta subió al 55%, y alcanzó casi el 70% en 1978-80.
    De estos flujos, además, ha aumentado mucho el peso de los que tienen condiciones más onerosas. Basta con echar otro vistazo a la tabla, teniendo en cuenta estas cifras: en el periodo 1972-82, el tipo de interés medio de los préstamos incluidos en la categoría “Ayuda Oficial al Desarrollo” fue del 2,3% y el de los créditos privados a la exportación del 7,5%; el tipo de interés de los préstamos privados de cartera (predominantemente préstamos bancarios), en cambio, superó el 10%. Las consecuencias no son insignificantes. Si la composición de la deuda externa de los países en desarrollo hubiera sido la misma en 1979-82 que en 1971, habrían pagado una cuarta parte menos de intereses de lo que realmente pagaron, y el crecimiento de la deuda habría sido una sexta parte menor de lo que realmente fue en el periodo en cuestión. Si se quieren explicar las causas del endeudamiento exterior de los países en desarrollo, hay que intentar explicar primero las razones de estos dos fenómenos:

    CAMBIOS EN LA ESTRUCTURA DE LOS FLUJOS NETOS DE RECURSOS FINANCIEROS DE LOS PAÍSES CAD ENTRE 1960/62 Y 1978/80. (porcentajes)

    FUENTE: OCDE/Dac, Development Cooperation.

    (a) la reducción de la parte de los flujos financieros de origen público;
    (b) el cambio en la composición de los flujos de origen privado.
    Empecemos por el segundo fenómeno. Entre 1969-71 y 1978-80, dentro de los flujos privados, el peso de las inversiones directas se redujo a la cuarta parte, mientras que el de los préstamos de cartera casi se cuadruplicó. ¿Cuáles son las causas de este cambio? Y de nuevo: ¿es un cambio de forma o de fondo? ¿Es posible suponer, es decir, que los préstamos bancarios han sustituido a las inversiones directas y a los créditos a la exportación, sin dejar de desempeñar (en algunos aspectos esenciales) la misma función económica? Muchos elementos, en mi opinión, hacen creíble una respuesta afirmativa.
    2. – En los países en desarrollo, primero la consecución de la independencia política y luego la aspiración a la independencia económica cambiaron profundamente el “clima” económico y político para las empresas extranjeras. En el periodo 1956-72 se nacionalizó casi una quinta parte de las inversiones directas en el Tercer Mundo, y en los cuatro años siguientes se produjeron al menos otras 220 acciones de “desinversión forzosa”. Las empresas con participación extranjera total estaban mucho más expuestas al riesgo, especialmente en comparación con las empresas conjuntas en las que la participación extranjera era minoritaria.
    Los gobiernos del Tercer Mundo han empleado una amplia gama de medidas legislativas y administrativas adicionales en un intento de aumentar el control sobre las actividades de las empresas extranjeras e incrementar los beneficios económicos para el país de acogida: desde el endurecimiento fiscal hasta las restricciones a la repatriación de capitales y beneficios, desde la imposición de la participación local en la gestión de las empresas hasta la obligación de exportar un determinado porcentaje de la producción al extranjero.
    La respuesta de las empresas multinacionales a esta situación de mayor riesgo y menor libertad de acción se ha centrado en la progresiva sustitución de las inversiones directas tradicionales por las llamadas “nuevas formas de inversión”. Estas últimas se caracterizan, según la propia definición de la OCDE, por un debilitamiento del compromiso financiero por parte del inversor-empresario extranjero y por un refuerzo simultáneo de las obligaciones contractuales de su contraparte. De hecho, la inversión directa tradicional consistía en un único “paquete” que contenía recursos financieros, tecnología, capacidad de gestión, acceso a los mercados de venta o control sobre ellos, etcétera. El “paquete” en cuestión se mantenía unido gracias al control total que el inversor extranjero ejercía sobre él a través de la propiedad (total o mayoritaria) del capital de la empresa. Pero hemos visto que fue precisamente esta característica la que resultó ser, en las cambiantes condiciones internacionales, su elemento fundamental de debilidad y vulnerabilidad.
    Las “nuevas formas de inversión” representan la descomposición del “paquete” original en sus elementos constitutivos. La fuente del poder y de las ganancias de las multinacionales ya no será su propiedad del capital social, sino los recursos que poseen en los ámbitos de la tecnología, la gestión y el control de los mercados de venta: recursos que tenderán a explotar sobre una base contractual. En cambio, los recursos financieros (que ahora sólo aporta mínimamente la empresa extranjera) tendrán que ser encontrados en los mercados financieros internacionales por el socio local.
    Las diferencias son considerables. En efecto, las inversiones directas constituyen recursos financieros que en la práctica nunca vencen, mientras que los préstamos bancarios suelen tener vencimientos de entre 4 y 10 años; el coste de las inversiones directas (en forma de remesas al extranjero de beneficios y dividendos) está en función del éxito comercial de la empresa financiada, mientras que no sólo en el caso de los intereses de los préstamos, sino también de las comisiones por contratos tecnológicos, de gestión o de comercialización, se trata de costes fijos. El cambio descrito, por tanto, ha provocado considerables rigideces financieras para los países en desarrollo.
    De este modo, las empresas extranjeras no sólo minimizan sus propios riesgos políticos, sino que también descargan los riesgos comerciales en los países en desarrollo: como sólo tienen una participación financiera marginal en las nuevas empresas, las utilizan como amortiguadores cíclicos. Son los primeros en sufrir los descensos de la demanda y los últimos en beneficiarse de su crecimiento. Todo ello ocurre, como ya hemos dicho, sin que las empresas extranjeras vean mermadas significativamente sus prerrogativas, ni en términos de control efectivo sobre las actividades de la empresa ni en términos de ingresos financieros.
    3. – Se podría pensar, llegados a este punto, que el cambio descrito simplemente ha desplazado los riesgos de los hombros de las empresas multinacionales a los de los bancos financiadores. No es así, o al menos, no hasta ahora. En comparación con las repetidas oleadas de nacionalizaciones de la posguerra, sólo ha habido dos declaraciones oficiales de impago de préstamos bancarios internacionales (y ambas en ocasiones extremadamente especiales): el caso de Cuba en 1962 y el de Irán en 1979 (relacionado con la crisis de los rehenes estadounidenses). Los mismos países que han utilizado ampliamente el arma de las nacionalizaciones y expropiaciones, han honrado siempre escrupulosamente sus deudas bancarias internacionales (incluso las legadas por regímenes anteriores). Esto se debe al hecho de que las nacionalizaciones (incluso cuando afectan a empresas de propiedad extranjera) se consideran generalmente medidas de política económica interna, mientras que la negativa a pagar las deudas externas se considera un incumplimiento de los compromisos internacionales de un país, y tiene como consecuencia el bloqueo de cualquier posibilidad futura de recibir créditos. Es cierto, por otra parte, que se han producido muchas situaciones de insolvencia de facto (casos del llamado “impago técnico”), pero las condiciones en que se producen las operaciones de refinanciación de la deuda en estas ocasiones siempre han supuesto un buen negocio para los bancos internacionales. (Las transacciones que han tenido lugar en los últimos meses no son en absoluto una excepción a este respecto).
    En este periodo de posguerra, que yo sepa, sólo ha habido un caso de repudio de deuda externa: el de Ghana en 1972, pero relacionado -no es sorprendente- con créditos a la exportación. En concreto, se repudió una deuda de 35 millones de libras con cuatro empresas británicas por acusaciones de prácticas corruptas. La medida en cuestión fue retirada posteriormente, pero constituyó un eficaz medio de presión para el gobierno de la antigua colonia británica en la mesa de negociaciones en la que se renegoció su deuda externa.
    El caso de Ghana sugiere algunas razones válidas que pueden haber provocado la sustitución de los créditos a la exportación por préstamos bancarios, razones que en general pueden remontarse a la mayor “defendibilidad” de los segundos frente a los primeros. A este respecto, hay que recordar dos cosas:
    1) En las estadísticas oficiales sólo se registran los créditos a la exportación cubiertos por garantías públicas (que suelen ir acompañadas de diversas formas de bonificación de intereses), mientras que los demás se registran como préstamos de cartera;
    2) Los créditos a la exportación pueden ser concedidos por la empresa exportadora, que a su vez se financia con un banco (créditos de proveedor), o directamente por el banco (créditos de comprador).
    En el caso de los “créditos de proveedores” (la forma típica que adoptaron los créditos a la exportación en los años sesenta), los acreedores están constituidos, pues, por un vasto conglomerado de empresas exportadoras, cuya especialización, por supuesto, no es ni la de evaluar la solvencia de los distintos deudores ni la de ejercer sobre ellos una vigilancia y una presión colectivas en defensa de sus créditos. El simple hecho, además, de que aparezcan en el intercambio con un doble papel, y por tanto también con un doble interés, les hace más vulnerables: es más fácil repudiar una deuda simplemente desafiando al vendedor, como ilustra el caso de Ghana. Son precisamente estas razones las que hacen prácticamente indispensable que los créditos en cuestión estén garantizados por el gobierno del país exportador, aunque ello introduzca “desagradables” complicaciones políticas y diplomáticas en caso de impago del país deudor.
    Para obtener una descripción realista de las ventajas de que disfrutan los bancos en este ámbito, basta con invertir, punto por punto, las observaciones que se han hecho sobre los “créditos de proveedores”. En pocas palabras: “Los bancos absorbieron una mayor parte de los flujos privados porque estaban mejor equipados para captar créditos” (1). Esto no significa que en gran medida no se trate todavía de créditos a la exportación, ya que los bancos, por su propia naturaleza, pueden prescindir más fácilmente de las garantías estatales y esto provoca, como hemos visto, una disminución de los créditos a la exportación registrados oficialmente.
    4. – Quedaría por explicar, por último, cuáles fueron las causas del descenso relativo de los flujos públicos con respecto a los privados. Pero esto no es más, en mi opinión, que la traducción, en el terreno de las relaciones financieras con el Tercer Mundo, de ese declive general de la intervención pública en la economía que en los gobiernos de Thatcher y Reagan celebra hoy sus glorias ideológicas. Las causas subyacentes de ambos fenómenos deben buscarse en el mismo conjunto de razones económicas, políticas y culturales. Sólo dos aspectos merecen destacarse aquí: la competencia mutua entre los diferentes países industriales y los efectos de la derrota estadounidense en Vietnam. La participación de Estados Unidos en el total de los flujos financieros hacia los países en desarrollo disminuyó de una media del 50% en 1957-59 al 39% en 1968-70. EE.UU. mantuvo sus posiciones en ayuda económica e inversiones directas, pero a finales de 1970 su participación en el stock de créditos a la exportación de los países industriales era inferior a una sexta parte del total. Estados Unidos estaba perdiendo en un ámbito decisivo para el sostenimiento de la gran industria exportadora de bienes de equipo. Por otra parte, la guerra de Vietnam no sólo supuso una pesada carga para el presupuesto del gobierno estadounidense y para toda la economía, sino que la derrota sufrida fue un golpe decisivo para el prestigio nacional e internacional del gobierno. Sus pretensiones de decidir los asuntos internos y mundiales del país ya no podían sostenerse. Los intereses privados tenían la palabra: las “grandes empresas” se vengaban. “Sólo aceptando las ‘leyes’ del mercado y subordinando su política económica a ellas fue posible para EEUU reafirmar su hegemonía sobre Europa y extenderla aún más sobre el resto del mundo. De hecho, con la devaluación oficial del dólar frente al oro en 1971, la inauguración del sistema de tipos de cambio flexibles y la retirada de las tropas de Vietnam, Estados Unidos se liberó de los grilletes del imperialismo formal, que habían acabado por desgastar su supremacía militar y financiera, para ejercer su hegemonía a través de las fuerzas del mercado.”(2)- La subida de los precios del petróleo (apoyada implícitamente por Estados Unidos mediante un aumento espectacular de sus propias importaciones de crudo) y el posterior reciclaje de los excedentes petroleros constituyeron dos etapas clave de este proceso: los bancos estadounidenses controlaban casi el 40% de los préstamos bancarios internacionales (y más de la mitad de los préstamos a los países en desarrollo). El apoyo a los gobiernos de países “amigos” también dejará de ser una carga para el presupuesto federal. Entre los países más endeudados se encuentran, de hecho, todas las grandes dictaduras militares proamericanas: Brasil, Corea del Sur, Argentina, Chile, Indonesia, Turquía, Filipinas, Taiwán, Tailandia.
    5. – Intentemos mover los hilos de nuestro argumento. Muchos países en desarrollo han aprendido a su costa que las nacionalizaciones por sí solas no acaban con el control extranjero. El sistema financiero internacional, la tecnología y el comercio son el nuevo terreno en el que se juega la independencia económica de los países en desarrollo. En particular, el funcionamiento del sistema financiero internacional es ahora una cuestión central para el futuro económico tanto de los países en desarrollo como de los industrializados. Durante la última década, el poder de chantaje de las instituciones financieras privadas ha crecido enormemente, y ha sido uno de los principales obstáculos para cualquier política de reactivación económica en los países industrializados (como ha puesto de manifiesto la reciente experiencia de la Francia de Mitterrand). El estancamiento económico de los países industrializados provocó déficits crecientes en las balanzas de pagos de los países del Tercer Mundo, que los bancos privados optaron por financiar únicamente debido a los elevados tipos de interés que podían imponer y al enorme poder de negociación que podían ejercer.
    Los mercados de los países en desarrollo compensaron así el escaso crecimiento (y en algunos años la franca caída) de los mercados nacionales de los países industrializados, a costa, sin embargo, de un extraordinario crecimiento de su endeudamiento. Por su propia naturaleza, un proceso así no podría durar indefinidamente. La subida vertiginosa de los tipos de interés estadounidenses le dio el golpe decisivo. El resultado es que los países del Tercer Mundo están hoy estrangulados por los costes de endeudamiento. En Brasil, el mayor deudor del mundo, la renta per cápita (este extraño concepto) ha caído un 12% en los últimos tres años. Sólo en la ciudad de São Paulo, 400.000 trabajadores industriales han perdido su empleo en los dos últimos años, con lo que el número total de empleados ha vuelto al nivel de hace 10 años. Y los programas de “ajuste” económico que el FMI quiere imponer ahora a Brasil, como a todos los demás deudores en crisis, tienen como objetivo un nuevo giro: recortes de las importaciones, del gasto público e indexación salarial (cuando las tasas de inflación de los principales países sudamericanos alcanzan el 100 o el 200% anual). Las recetas del FMI, además de las terribles consecuencias internas que provocan en los países deudores, imparten un fuerte impulso deflacionista a la economía mundial, haciendo aún más improbable la salida de la crisis actual. Una drástica reducción del poder de las instituciones financieras privadas junto con el fortalecimiento de las oficiales sobre la base de un repudio de su filosofía actual es absolutamente esencial para permitir la aplicación y el éxito de las políticas de recuperación económica y desarrollo. En 1944, en su llamamiento a la sesión de clausura de la conferencia de Bretton Woods, el entonces Secretario del Tesoro estadounidense Morgenthau declaró el objetivo de “expulsar… a los usureros del templo de las finanzas internacionales”. Cuarenta años después, ya es hora de que todas las fuerzas del progreso se reapropien de ese viejo eslogan y lo sitúen claramente en el centro de sus programas para un nuevo desarrollo de la economía mundial.

    Notas:

    1 D. Gisselquist, The political economics of international bank lending, Praeger, Nueva York 1981, p. 173.
    2 G. Arrighi, La geometría del imperialismo, Feltrinelli, Milán 1978, p. 85 (la versión inglesa fue publicada por New Left Books, Londres).

    Omiccioli, Massimo
    en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 2 (septiembre 1983)

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    Léo Matarasso