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Las deficiencias de los códigos de conducta

    François Rigaux

    en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos n.ro 4 (mayo 1984)

    Primeros intentos en la ONU de regular las actividades de las empresas transnacionales

    El concepto de un nuevo orden económico internacional sólo tiene diez años: bajo el impulso de dos líderes políticos del Tercer Mundo, el Presidente mexicano Luis Echeverría y el Presidente argelino Houari Boumediène, recibió su forma jurídica de la Asamblea General de las Naciones Unidas con la votación de las resoluciones 3201 y 3202 el 1 de mayo de 1974, durante la Sexta Sesión Especial, y la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados el 12 de diciembre de 1974, durante su Vigésimo Novena Sesión Ordinaria (resolución 3281/XXIX).
    El alcance jurídico real de estos instrumentos es controvertido no sólo porque no son apoyados en todas sus partes por los gobiernos de los países capitalistas industrializados, sino también, y sobre todo, por la imprecisa redacción de las disposiciones que contienen. La autodeterminación y el desarrollo son ciertamente objetivos políticos o económicos que toleran un lenguaje impreciso. Pero para ser vinculante, una norma jurídica debe definir con precisión qué se debe a quién y quién lo debe.
    La pregunta que hay que hacerse sobre el derecho de gentes es si el dinamismo de las relaciones económicas mundiales no cambiará de bando. El derecho al desarrollo pretende satisfacer las necesidades básicas de todos los pueblos; sin embargo, en el estado actual de cosas, los más pobres no están en deuda con la comunidad internacional (que es sólo una abstracción) sino con los agentes económicos que controlan los recursos, y entre ellos los poderes económicos privados de los que las empresas transnacionales son la expresión más acabada.

    Un deber para el Estado
    Con esta idea, los gobiernos del “Grupo de los 77” tomaron la iniciativa de organizar la primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo, que se celebró en Ginebra en 1964. El instrumento jurídico básico para su actuación fue la Declaración sobre la Soberanía Permanente sobre los Recursos Naturales, adoptada el 14 de diciembre de 1962 por la Asamblea General de la ONU (Resolución 1803-XVII).
    Este principio se ha reafirmado muchas veces desde entonces, en particular en el artículo 1, § 2, de los dos Pactos de 16 de diciembre de 1966 y en el artículo 2, § 1, de la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados de 1974: “Cada Estado tendrá y ejercerá libremente la soberanía plena y permanente sobre todas sus riquezas, recursos naturales y actividades económicas, incluyendo la posesión y el derecho de usarlos y disponer de ellos”. El apartado 2 especifica además que la competencia legislativa y reglamentaria del Estado territorial se ejerce sobre las inversiones extranjeras (§ a), sobre “las actividades de las sociedades transnacionales” (§ 2, b), así como para “la determinación de las indemnizaciones que deban pagarse en caso de nacionalización, expropiación o transferencia de propiedad de bienes extranjeros (§ 2, c).
    Aparte del problema particular que plantean las nacionalizaciones, los principios así afirmados no trastornan el derecho internacional clásico: la jurisdicción exclusiva ejercida por el Estado sobre su territorio es una de las soluciones más tradicionales del derecho de gentes. La innovación de la declaración de 1962 y de los textos que la siguieron es menos jurídica que política; al recordar las competencias de cada Estado con respecto a los bienes y actividades situados en su territorio, hacen recaer sobre el Estado el deber de poner los recursos naturales al servicio del desarrollo de los pueblos. De acuerdo con las técnicas tradicionales del derecho internacional, sólo los Estados están investidos tanto de derechos como de deberes, pero los primeros sólo se atribuyen en relación con los segundos, de los que el pueblo es el verdadero beneficiario.
    Dado el contexto, la importancia de estas disposiciones radica en que trasladan la aprobación de los recursos naturales al propio pueblo y, en última instancia, le confieren derechos que puede hacer valer frente a su propio Estado.
    El desarrollo de los primeros códigos de conducta coincidió con la aparición del nuevo orden económico internacional. También en este caso, nada revolucionario, sino instrumentos jurídicos flexibles, especialmente adaptados a agentes económicos multiformes, escurridizos y poderosos. En este sentido, este intento es una ilustración ejemplar de las dificultades de cambiar el viejo orden.
    Junto a las realizaciones más antiguas, ya relativamente numerosas, los dos principales códigos de conducta que se están elaborando en las Naciones Unidas tratan respectivamente de las empresas transnacionales y de la transferencia de tecnología, actividad a la que estas empresas están directamente vinculadas. Una de las principales cuestiones jurídicas que plantea la elaboración de dichos códigos – aunque significativa – se refiere a su naturaleza jurídica. ¿Son vinculantes las normas de comportamiento adoptadas y, en caso afirmativo, para quién? ¿O son meras directrices, que prevén una práctica recomendable que no va acompañada de medios coercitivos para hacer cumplir las obligaciones que contienen? En ambos proyectos, la respuesta a esta cuestión fundamental queda abierta, ya que se utilizan diversos procedimientos de redacción para dar forma jurídica a la solución adoptada.

    Limitación o recomendación
    Dos series de ejemplos ayudarán a comprender mejor la naturaleza y el alcance de las dificultades. La primera se refiere a normas cuyo carácter vinculante no se pone en duda, porque se desprende de otros principios del Derecho internacional. Así, el artículo 7 del proyecto de Código de conducta de las Naciones Unidas sobre las empresas transnacionales (Doc. E/C 10/1983/S2, 4 de enero de 1983) establece que dichas empresas (o, en una variante, las entidades de dichas empresas) “deben/deberán respetar las leyes y reglamentos de los países en los que operan”. Es fácil ver que las dos formulaciones propuestas (“debería” o “debe”) son insatisfactorias. La primera, en que parece reducir a una mera “práctica recomendable” el necesario sometimiento de los agentes jurídicos privados a las leyes territoriales del país donde operan. La segunda es que, tal como está formulada, la norma parece carecer de alcance normativo: no todas las leyes de un país se aplican indiscriminadamente a los extranjeros que operan en él.
    La disposición sólo tiene sentido si se adopta también la última frase del artículo 7. Colocada entre corchetes (lo que significa que no fue aceptada por todos los miembros del grupo de trabajo), esta frase reza como sigue:
    “Las entidades de las empresas transnacionales están sujetas a la jurisdicción de los países en los que operan en la máxima medida exigida por las leyes nacionales de esos países. El alcance de tal disposición es bastante claro: significa tanto que corresponde a las normas de conflicto de leyes del país en cuestión determinar el alcance de la aplicación de las leyes locales a las entidades extranjeras como que los tribunales de estos países son competentes para aplicar dichas leyes.
    Se podrían multiplicar los ejemplos de este tipo. Según la segunda frase del artículo 13, “en sus relaciones sociales y laborales, las empresas transnacionales no discriminarán por motivos de raza, color, sexo, religión, lengua, origen social, nacional o étnico, opiniones políticas o de cualquier otro tipo”.
    Concebida como una simple recomendación, la disposición es más ofensiva que útil. La frase sólo tiene sentido si establece una prohibición (y la expresión “no podrá” probablemente sería más apropiada que “no deberá”).
    En un tercer caso, parece deberse la posibilidad de una pura recomendación: se trata de la prohibición de las prácticas corruptas, contenida en dos párrafos entre corchetes (art. 20, párr. 1 y párr. 2), que, por tanto, no se ha aprobado como tal, pero que no puede sustituirse decentemente por una simple exhortación a no efectuar un pago ilícito “a un funcionario público”. En otras palabras, esta primera serie de ejemplos se refiere a normas tan fundamentales que no toleran un código no obligatorio: es aceptable omitirlas, no presentarlas en forma de directiva o recomendación.
    El segundo grupo de ejemplos se refiere a disposiciones cuyo contenido es tan impreciso que las dos versiones propuestas tienen más o menos el mismo alcance, el de una simple recomendación. Como, entre otros, el artículo 29: “Las sociedades transnacionales deben/deberán prestar atención a las solicitudes de los gobiernos de los países en los que operan, en particular de los países en desarrollo, para que se escalone en un período de tiempo limitado la repatriación de capitales, en caso de desinversión o de transferencia de los beneficios acumulados, cuando, debido a su magnitud o a las fechas en que están previstas, estas operaciones pudieran causar graves dificultades de balanza de pagos a estos países”. El contenido mismo de la obligación – “prestar atención” a determinadas peticiones- es tan poco vinculante y tan fácil de satisfacer de manera puramente formal que apenas hay diferencia entre la forma indicativa que se considera vinculante (“deberá”) y la forma condicional (“debería”) que no es vinculante.

    La autonomía de los poderes privados
    En la misma línea, y los comentarios que siguen tomarán más bien sus ejemplos del proyecto de código internacional de conducta para la transferencia de tecnología tal como se presentó en la cuarta sesión de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre un Código Internacional de Conducta para la Transferencia de Tecnología (Doc. TD/CODE TOT/33 de 12 de mayo de 1981), hay que subrayar que un código puede someter las transferencias de tecnología a condiciones favorables a los países en desarrollo, pero no puede obligar a las empresas poseedoras de conocimientos tecnológicos a transferirlos total o parcialmente. Los Estados no tienen poder, ni conjuntamente ni, más aún, por separado, para obligar a los agentes económicos privados a transferir bienes, servicios o tecnología. Si las condiciones de dicha transferencia se establecen en términos obligatorios mediante un código obligatorio, es probable que el código sea ineficaz, ya que las empresas se abstendrán de realizar transferencias en condiciones que consideren demasiado draconianas o desventajosas.
    Las relaciones económicas internacionales se desarrollan en un orden estrictamente liberal. Ya, en un país donde los medios de producción se dejan, en principio, a la apropiación privada, el Estado no puede obligar a los agentes económicos a hacer lo que consideran incompatible con sus intereses. Jurídicamente, el “plan” no es vinculante para el Estado ni para las empresas públicas, y mucho menos para las privadas. Existen similitudes evidentes entre la naturaleza jurídica del “plan” en el orden interno y la de los “códigos de conducta” en el orden transnacional: en particular, los poderes económicos, o sus representantes, participan en su elaboración.
    Dada la autonomía de los poderes económicos privados, que los fenómenos de transnacionalización o deslocalización han reforzado considerablemente, sería poco realista pretender obligar a estos poderes a tener en cuenta las necesidades reales de desarrollo de las poblaciones del Tercer Mundo. No podemos hacer más que moralizar las relaciones económicas transnacionales estableciendo directrices que no son obligatorias (en el sentido tradicional del derecho positivo), pero que no carecen de efecto. La observancia de normas de conducta no vinculantes será un criterio de honorabilidad de las empresas, susceptible de motivar el ejercicio por las autoridades estatales de sus opciones discrecionales (por ejemplo, para la celebración de contratos administrativos, el otorgamiento de concesiones). El desarrollo de un sector público interestatal, como ocurre en particular con la explotación de los fondos marinos, también aumentará probablemente la eficacia de los códigos no obligatorios.
    Pueden preverse otros efectos combinando una norma de conducta, aunque no sea vinculante, con determinadas disposiciones del Derecho estatal. La mayoría de los códigos civiles prohíben los acuerdos contrarios al orden público y a las buenas costumbres (Código Civil francés, Art. 6 y 1133). Corresponde al juez valorar la moralidad contractual en un entorno concreto, y la celebración de un contrato cuyo objeto sea transgredir una norma de conducta, aunque no sea obligatoria, caería ciertamente bajo la ley.
    Las normas de conducta no obligatorias seguirían teniendo el efecto útil de incitar a los Estados a adoptar reglamentaciones más vinculantes basadas en ellas, y no pueden, en ningún caso, ser criticadas en virtud de la protección que deben ofrecer a los intereses extranjeros.

    Delincuencia empresarial internacional
    Junto a comportamientos que, en el estado actual de las relaciones internacionales, no pueden coaccionarse eficazmente a los agentes económicos privados, existen actividades que, “por su carácter ilícito o incluso delictivo, merecen, desde ahora, una condena inequívoca”. A los pagos ilícitos a funcionarios públicos (corrupción), a la práctica de la discriminación racial, se añade la represión de la libertad de asociación de los trabajadores y de las actividades sindicales, la violación flagrante de normas fundamentales en materia de salud pública, protección del medio ambiente, injerencia en la vida política del país de acogida por parte de una entidad perteneciente a un grupo transnacional de empresas. Los códigos de conducta propuestos pretenden prohibir o desalentar todos esos comportamientos. Sin embargo, una simple regla blanda es insuficiente. Este comportamiento no sólo es desagradable, sino que debería estar estrictamente prohibido.
    Por lo tanto, las disposiciones de los códigos de conducta que abordan estas cuestiones deben ser obligatorias. ¿Obligatorio para quién? Dado que las empresas privadas y sus agentes no están sujetos directamente al ordenamiento jurídico internacional, sólo se puede llegar a ellos a través de la mediación de los Estados. Por consiguiente, es necesario que los Estados, mediante la celebración de un instrumento que les vincule en el ordenamiento jurídico internacional y que surta efectos en sus respectivos ordenamientos internos, se comprometan a sancionar los actos individuales prohibidos por el código de conducta internacional.
    Una de las paradojas de la situación actual es que comportamientos ilícitos que incluso están castigados penalmente en algunos países escapan al castigo una vez cometidos en un país extranjero. Los dos ejemplos más típicos son la corrupción de funcionarios públicos y la complicidad con el régimen del apartheid en Sudáfrica.
    En Estados Unidos y los países de Europa Occidental, los actos de soborno pasivo por parte de funcionarios públicos nacionales se castigan severamente. ¿Es aceptable que el soborno activo cometido por personas bajo la jurisdicción de estos países (por ejemplo, los órganos de gobierno de una empresa dominante con sede en ellos) escape al castigo por el motivo pasivo de que se trata de una autoridad extranjera?
    El problema de la implicación de grupos empresariales transnacionales en el régimen racista de Sudáfrica y su ocupación ilegal de Namibia estaría más cerca de resolverse si las normas, en su mayoría sancionables penalmente, que prohíben la discriminación racial en Estados Unidos y Europa Occidental fueran aplicables a los actos de discriminación cometidos, al menos como coautores o cómplices, por los órganos de las empresas dominantes con sede en Sudáfrica, Se estaría más cerca de una solución si las normas que prohíben la discriminación racial en Estados Unidos y Europa Occidental, que suelen ser punibles en virtud del derecho penal, fueran aplicables a los actos de discriminación cometidos, al menos como coautores o cómplices, por los órganos de empresas dominantes con sede en uno de estos países y que hayan establecido una filial en Sudáfrica o Namibia.
    La elaboración de un nuevo orden económico internacional exige una inversión de perspectivas en la que la satisfacción de las necesidades básicas de los pueblos subdesarrollados prime sobre la voluntad de enriquecimiento de los países más industrializados. Dos tipos de nuevos instrumentos jurídicos podrían promover esa evolución. Por un lado, deben proponerse códigos de conducta no vinculantes que incorporen los nuevos valores como modelos de actuación de los distintos agentes económicos, públicos, privados, nacionales y transnacionales. Por otra parte, para responder a las exigencias fundamentales de la solidaridad entre los pueblos, deben elaborarse normas vinculantes, sancionadas penalmente para los individuos que las contravengan y aceptadas universalmente. Si se quieren corregir las injusticias actuales y enmendar los errores del pasado, el concepto de “crimen internacional de empresa” debe ocupar un lugar similar al que se otorga en el ámbito del derecho de guerra al crimen contra la humanidad. El hambre mata igual que las armas.

    Rigaux, François
    en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos n.ro 4 (mayo 1984)

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