François Rigaux
en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos n. 10 (junio 1987)
La constitución de los grandes Estados modernos y la fundación de una sociedad internacional, y luego, unos siglos más tarde, la maduración científica del derecho público interno y la del derecho internacional fueron de la mano. Los dos primeros fenómenos se remontan a finales del siglo XVI, y fue sin duda la colonización española de América, tan bien observada por Francisco de Vitoria (1486-1546), y luego el primer esfuerzo de secularización del derecho internacional por Hugo Grocio (1583-1645), lo que mejor caracterizó doctrinalmente el descubrimiento de un nuevo mundo. Una percepción más aguda del subjetivismo individual y del subjetivismo estatal se debe a Kant (1724-1804) y Hegel (1770-1831) respectivamente, y no han dejado de inspirar las doctrinas del derecho público interno, el derecho internacional y los derechos humanos hasta nuestros días.
En la forma embrionaria que adquirió en el siglo XVI y con sus rasgos esenciales definitivamente establecidos en el siglo XIX, el derecho internacional establece las normas que los propios Estados consideran esenciales para su propia preservación. Tiene la particularidad de formar el derecho de una sociedad restringida, la de los Estados, es decir, de entidades colectivas que afirman su soberanía en el orden interno que cada una de ellas constituye, un derecho voluntariamente aceptado por quienes están sometidos a él. En este sentido, el ordenamiento jurídico internacional es el mejor ejemplo de derecho corporativo, si por tal entendemos un sistema constituido por sujetos homogéneos que adoptan de común acuerdo normas de conducta de las que son a la vez autores y destinatarios. En ninguna parte es más evidente la naturaleza cerrada del discurso jurídico que en la forma circular del orden que los actores sociales autónomos establecen para regular sus relaciones mutuas.
Uno de los postulados del derecho internacional, que hoy se expresa en el artículo 2.1 de la Carta de las Naciones Unidas, es el “principio de la igualdad soberana” de los Estados. Desde el principio, este principio pudo considerarse muy formal, ya que la igualdad jurídica se ha visto constantemente contradicha por la desigualdad de poder y, hoy en día, de desarrollo económico y tecnológico. No obstante, el derecho internacional ha conseguido poner barreras al poder de los Estados, como el principio de integridad territorial de los Estados en tiempos de paz, que ha permitido a pequeñas comunidades como la República de San Marino, la Confederación Helvética y la República de las Provincias Unidas sobrevivir en medio de las luchas hegemónicas de las grandes potencias en la época clásica. Pero también hay que señalar que el derecho internacional no ha dejado de institucionalizar de diversas formas la posición dominante de un puñado de Estados, sobre todo en las conferencias internacionales del siglo XIX y del primer cuarto del XX, las más conocidas de las cuales son el Congreso de Viena (1814-1815), el Congreso de Berlín (1878) y la Conferencia de Paz que puso fin a la Primera Guerra Mundial. Ni siquiera la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas consiguieron eliminar la concesión de derechos más amplios a las grandes potencias, siendo el más significativo hoy en día la necesidad de obtener el voto afirmativo de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad para cualquier decisión de dicho órgano (Carta de la ONU, art. 23.1 y 27.3).
Al prohibir todas las guerras de agresión, el Artículo 2.4 de la Carta de la ONU ha alterado profundamente el antiguo equilibrio de la sociedad internacional. Se basaba esencialmente en la amenaza y el uso de la fuerza, siendo la guerra un medio lícito de perseguir cualquier objetivo político. Esto no quiere decir que las relaciones interestatales actuales sean totalmente pacíficas, y a continuación se intentará analizar las numerosas formas de agresión que se han producido desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, el orden jurídico internacional contemporáneo pretende inmovilizar las actuales fronteras estatales, ya que las conquistas territoriales son ilegales e ilícitas. Esto no excluye cualquier modificación, pero sólo la vía del cambio pacífico está abierta a los Estados. Sin embargo, hay que señalar que, desde 1945, muchos Estados han violado la prohibición del uso de la fuerza, a veces mediante una agresión abierta, a veces mediante una intervención ilegal en los asuntos internos de otros Estados o en un conflicto armado interno. También hay que señalar que esta prohibición se dirige a los Estados, únicos sujetos primarios del Derecho internacional. No concierne a los pueblos que luchan por su independencia o por la conquista de sus derechos fundamentales. Ninguna insurrección está, como tal, prohibida por el Derecho internacional, que se limita, por una parte, a regular el derecho de los Estados a intervenir en los conflictos internos de otros Estados y, por otra, a someter los conflictos armados internos a determinadas normas del Derecho humanitario de la guerra.
El otro avance significativo en el derecho internacional contemporáneo, posterior a la Carta pero contenido en sus semillas, ha sido el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos bajo dominación colonial o extranjera. Según dos opiniones consultivas de la Corte Internacional de Justicia, la evolución del derecho internacional, puesta de manifiesto en particular por numerosas resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, entre las que destaca la resolución 1514 (XV) de 14 de diciembre de 1960, ha hecho de la libre determinación un principio aplicable a todos los países y pueblos coloniales.
Retomando una norma adoptada en el momento de la emancipación de las colonias españolas en el continente americano (Uti possidetis ita possidetis), el derecho de descolonización inscribió a los nuevos Estados dentro de las fronteras administrativas heredadas de la colonización, y también sobre este punto el derecho internacional se ha esforzado por precisar la división del espacio territorial entre los Estados.
La crisis del derecho internacional y las deficiencias de las instituciones que creó ya no se cuestionan hoy en día.
La amplitud de la crisis sólo puede medirse tras un análisis de las reivindicaciones de la población. Esto no debería sorprender si se tiene en cuenta la naturaleza corporativa del orden jurídico internacional y su preocupación dominante por la autopreservación de los sistemas de poder estatales. Sin embargo, una demanda clave de los pueblos, que merece la pena mencionar aquí, es que el derecho internacional cumpla las promesas que no ha mantenido.
El preámbulo de la Carta de las Naciones Unidas y los Artículos 1 y 2, que definen los propósitos y principios de la Organización, tienen carácter programático, pero no son jurídicamente vinculantes. Lejos de querer destruir un sistema imperfecto, los pueblos quieren que funcione mejor, que vaya más allá de la mera retórica y se adapte a las realidades actuales. El orden jurídico de los pueblos no es hostil al orden jurídico internacional, ya que la mediación de los Estados sigue siendo indispensable para la realización de los objetivos asignados a las Naciones Unidas. Lejos de ser anticuados, estos objetivos deben tomarse en serio y aplicarse eficazmente.
Bastará con destacar dos deficiencias especialmente notables del ordenamiento jurídico internacional. Se refieren respectivamente a la carrera armamentística y al respeto efectivo de los derechos fundamentales y, en particular, del derecho a la autodeterminación de cada Estado.
a) Por lo que respecta al primer punto, debe considerarse incoherente que el derecho internacional prohíba la amenaza y el uso de la fuerza sin haber logrado impedir la constitución de arsenales nucleares capaces de la destrucción total de la humanidad. Si las instituciones internacionales hubieran logrado establecer los mecanismos de seguridad colectiva que los pueblos necesitan y a los que tienen derecho, no habría lugar para el equilibrio del terror. Una de las cuestiones más acuciantes del derecho internacional positivo es si el uso, la posesión y la fabricación de armas atómicas son lícitos o no en virtud de las leyes y costumbres de la guerra.
(b) En el plano institucional, el carácter puramente facultativo de la competencia de la Corte Internacional de Justicia respecto de las violaciones más graves de las normas internacionales es una de las consecuencias más desafortunadas del voluntarismo de los Estados que siempre ha animado el derecho internacional. Las circunstancias en las que una gran potencia pensó recientemente que podía librarse de la cláusula de jurisdicción obligatoria que había suscrito son especialmente reveladoras de la distancia que corre el riesgo de ampliarse entre el contenido y la eficacia de las normas más seguras.
El Estado y los derechos humanos
Hoy en día hay muy pocos Estados que no afirmen “respetar los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos”. Es en estos términos y como objetivo común a todos los Estados que tal exigencia aparece en la propia Carta entre los propósitos de las Naciones Unidas (artículo 1.3). Conviene recordar el origen revolucionario de los derechos humanos: fueron concebidos contra el Estado, primero durante la lucha de liberación librada contra el rey de Inglaterra por las colonias americanas, después por el pueblo francés que, durante los primeros meses de su Revolución, exigía poco más de lo que la “Revolución gloriosa” había aportado, sin grandes sobresaltos, a los ingleses un siglo antes. En esta primera fase, la lucha por los derechos humanos se identificó con una doble exigencia: la protección de todo ciudadano frente a la arbitrariedad del poder y la participación del pueblo en la gestión democrática del Estado.
El desarrollo de los derechos humanos durante los siglos XIX y XX demostró la insuficiencia de las reivindicaciones originales. Hasta la Guerra Civil, la afirmación de que todos los hombres son libres e iguales ante la ley no se consideraba incompatible con la concesión de derechos de propiedad a los esclavos. Durante la mayor parte del siglo XIX, la mayoría de las democracias europeas se acomodaron a un derecho de sufragio restringido, cuyo ejercicio estaba reservado a una fracción de la población masculina. El “pueblo” soberano quedó reducido a un pequeño segmento de la comunidad nacional. Incluso después de la aparición de los derechos culturales, económicos y sociales, queda mucho por hacer para garantizar que todos los ciudadanos de nuestras democracias disfruten de igualdad de oportunidades.
Tal y como se plasma en un instrumento normativo, ya sea nacional o internacional, cualquier concepción de los derechos humanos ocupa una posición intermedia entre dos niveles orientados respectivamente hacia abajo y hacia arriba.
Tal concepción tiene un carácter ideal o programático, en comparación con el cual las realidades sociales son necesariamente deficientes: no existe ningún Estado en el que cada ciudadano disfrute efectivamente de todos los derechos que, sin embargo, están garantizados. El dominio de los derechos reconocidos por la ley estatal es el resultado de una conquista y una lucha continuas. Pero cualquier concepción histórica de los derechos humanos no es más que un paso en el camino hacia el descubrimiento de nuevos derechos o hacia una elaboración más refinada de los derechos existentes.
Demasiado valiosos para permitir que se desprecien, demasiado frágiles para que se cuestionen o se descuiden impunemente, los derechos humanos son, en cada momento de la historia, un producto del tiempo y del lugar. El pensamiento crítico no debe dirigirse a los derechos en sí, sino a la ideología triunfalista que a veces han engendrado. Lo más peligroso en nuestro tiempo es la habilidad con que los Estados -todos los Estados- pretenden identificarse con una determinada concepción de los derechos humanos, la que creen haber insertado en su propio ordenamiento interno y que no quieren ver que es relativa e imperfecta y, además, insuficientemente respetada en la realidad. La doctrina de los derechos humanos se desvirtúa si no sigue siendo un proyecto parcialmente realizado y siempre susceptible de mejora.
Se trata de un tema de reflexión similar al sugerido anteriormente en relación con el Derecho internacional. El Estado de Derecho es, sin duda, garante de los derechos humanos y a él corresponde velar por su aplicación. Por lo tanto, sería absurdo intentar destruir el Estado para garantizar un mejor respeto de los derechos fundamentales poco o insuficientemente protegidos. Pero también debemos cuidarnos de cualquier identificación prematura del Estado y la ley. El progreso de los derechos humanos es, hoy como en su origen, fruto de una dialéctica incesante, a veces institucionalizada, a veces violenta, entre las fuerzas populares y el poder del Estado.
Derechos humanos y derecho de los pueblos
Observemos en primer lugar la diferencia terminológica y la inversión del singular y el plural en las dos expresiones.
Habiendo adoptado originalmente la forma de derechos subjetivos individuales, los derechos humanos son múltiples, y el ser humano que es titular de ellos se concibe como un individuo atípico, despojado de todos los rasgos colectivos que lo distinguen de otras personas humanas. Ni siquiera la palabra “hombre” en las lenguas latinas se refiere a cualquier ser humano independientemente de su sexo. A la inversa, la expresión “derecho de gentes” designa un orden jurídico objetivo que implica la pluralidad de los pueblos y su necesaria diversidad.
El individualismo subjetivista de los derechos humanos debe retrotraerse a las condiciones históricas de finales del siglo XVIII y a la influencia de la moral kantiana. Frente al Antiguo Régimen, que encerraba a los individuos en cuerpos estratificados o “Estados”, la concepción revolucionaria de los derechos humanos veía la salvación en la afirmación de las libertades individuales dentro de un Estado unitario, muy receloso de cualquier colectividad subestatal. Hoy nos damos cuenta de que las libertades fundamentales y los derechos individuales sólo tienen sentido si pueden ejercerse colectivamente, con independencia del Estado. Una libertad fundamental cada vez más importante hoy en día es la libertad de asociación: mal vista por los regímenes surgidos de la Revolución Francesa pero, si hay que creer a Tocqueville, mejor preservada en los primeros tiempos de la democracia estadounidense, la libertad de asociación ha sido el motor del progreso democrático desde finales del siglo XIX. La conquista de la libertad sindical era el objeto esencial de la lucha obrera y sólo ella permitía mejorar las condiciones de vida de la mayoría de la población. Tampoco es casualidad que la palabra “pueblo” designe tanto a una colectividad entera, generalmente nacional, como, en un sentido más común, a la parte de la población que las burguesías revolucionarias del siglo XIX habían logrado excluir del ejercicio del poder estatal.
Sea cual sea el pasado, el vigor de las asociaciones es hoy una de las expresiones de la democracia y está directamente vinculado a la lucha por los derechos humanos. Es así como se revela la dimensión colectiva de esta categoría de derechos y como éstos penetran en el derecho de gentes. Las grandes libertades tradicionales – de información, de expresión de la opinión, de culto, de educación – se expresan necesariamente en gestos colectivos. El atributo esencial de la libertad humana es la capacidad de comunicarse libremente con los demás, de establecer una sociedad de mentes, de formar partidos o sindicatos.
Sin que sea posible esbozar aquí una definición rigurosa del concepto de “pueblo”, basta con concebirlo como el entorno colectivo en el que cada ser humano nace y ha sido socializado mediante el aprendizaje de una lengua, la iniciación en una cultura, la adopción de creencias y prohibiciones, la inserción en determinadas estructuras económicas, el reparto de un territorio… El pueblo no es lo mismo que el Estado, y la identificación del Estado y el pueblo (Staatsvolk) debe rechazarse con el mismo vigor que la identificación del Estado y la ley. Dentro del territorio de cada Estado existen pueblos, grupos sociales, que se distinguen entre sí por rasgos colectivos. Reconocer los derechos fundamentales de estas comunidades es la finalidad esencial del derecho de gentes y, en este sentido, completa la doctrina tradicional de los derechos humanos.
Esta complementariedad de los derechos humanos y del derecho de gentes puede apreciarse a dos niveles, el del análisis doctrinal y el de la aplicación efectiva de los derechos y libertades fundamentales.
Como ya se ha mencionado, la doctrina tradicional de los derechos humanos adolece de un excesivo individualismo o, más bien, de abstracción. Concibe los derechos individuales en términos de seres humanos sin más connotación colectiva que su pertenencia a un Estado concreto (ya sea como nacionales o extranjeros). Elimina una dimensión esencial de los derechos fundamentales, a saber, la capacidad de ejercer colectivamente derechos específicos de un grupo social determinado. En la medida en que el Estado, aunque bienintencionado, se presenta como el único protector de los derechos humanos en su territorio y pretende reducir el modelo de sociedad a una única colectividad, la del Estado-nación, se ve abocado a favorecer indebidamente los valores de una colectividad dominante que no siempre es mayoritaria.
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