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Lelio Basso y el derecho de los pueblos

    Eduardo Galeano

    en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos no. 9 (Abril 1987)

    Lelio Basso concebía los pueblos en movimiento, y no encerrados en las vitrinas del Museo del Hombre: en situación de cambio, en acto de razón: la historia viva es el único lugar donde los darse cita, ante los desafíos comunes, en pie de solidaridad entre los pueblos sólo se realiza aventura, bella y peligrosa, de la transformación del mundo. La Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos, nacida en Argel hace diez años, habla de los pueblos como protagonistas de la historia. A diferencia de las normas jurídicas tradicionales, la Declaración no refleja la mala conciencia de un poder que jamás dice lo que piensa ni jamás hace lo que dice, sino que anuncia un mundo nuevo, de veras democrático, y se propone ayudar a construirlo. El mundo actual, mundo en agonía, está organizado para negar con hechos lo que proclaman las pomposas palabras. Formalmente somos todos iguales, tenemos iguales derechos; en la realidad, la célebre fórmula de Orwell, unos son más iguales que otros.
    Más iguales en la vida, y hasta en la muerte. Si Lech Walesa hubiera nacido en Guatemala, lo hubieran destripado en la primera huelga y su asesinado no hubiera merecido ni una línea, ni una sola línea, en la prensa internacional. En el llamado Tercer Mundo, habitado por gente de tercera clase, por sub-gente, la violencia es “natural”. La violencia corresponde, como la pobreza, como el subdesarrollo, al orden zoológico, al orden biológico, al orden cósmico, al orden divino, y así será.
    La revolución sandinista en Nicaragua, que ha reducido la mortalidad infantil a la mitad, desata un escándalo en los circuitos bienpensantes, que se consideran con derecho a tomarle examen de democracia; nunca fue motivo de escándalo, en cambio, de que los Nicaragüenses viven veinte años menos que los Norteamericanos por la casualidad de haber nacido algo más al sur en el mapa de América.
    El imperialismo ha pasado de moda entre los intelectuales de los países ricos. Parece cosa de estupidez o mal gusto la denuncia del sistema imperialista de poder. Así, el silencio y la mentira ofrecen impunidad a un orden que ha convertido el terror en costumbre y que cotidianamente mata, por hambre o por bala, a miles de seres humanos.
    La Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos cumple una función desenmascaradora, nos devuelve a la realidad y nos mete en la historia: reivindica el derecho de los pueblos a ser, y eso implica la denuncia de lo que le impide ser. La violencia, la pobreza, el subdesarrollo del llamado Tercer Mundo no han nacido de la oreja de una cabra.
    El orden imperialista produce violencia, como las plantas siderúrgicas producen acero: el normal funcionamiento de sus engranajes obliga a la violación sistemática de los derechos humanos. Repulsivos son los asesinos profesionales, los torturadores, los carceleros, los inquisidores; pero más repulsivos es el sistema que los hace necesarios. La conciencia que ordena tiene más responsabilidad que la mano que ejecuta.
    Esa violencia, visible o invisible, prueba que las nuevas relaciones de dominio pueden resultar aun más atroces y eficaces que el estatuto colonial de los tiempos pasados. La usura financiera, el saqueo comercial, la extorsión política y la alienación cultural son los principales responsables, indirectos pero principales, de que cuarenta mil niños mueran cada día por hambre o enfermedad curable y son los principales responsables, indirectos pero principales, de los incontables crímenes que cada día comete el terrorismo de Estado a través de las dictaduras, las democraduras y las dictacracias que gobiernan a la mayoría de los países pobres.
    El llamado Tercer Mundo consume más armas que alimentos; el proceso de militarización no requiere gobiernos militares, para seguir adelante con su enloquecido desarrollo. Muchos gobiernos civiles empiezan queriendo cambios y terminan trabajando por evitarlos. En nombre del realismo, se hacen impotentes. Prisioneros de las estructuras militares de poder, sobreviven pagando el precio de la inmovilidad: pueden mencionar la reforma agraria, pero no pueden hacerla; pueden hablar de justicia, pero no pueden practicarla. En el caso de mi país, el Uruguay, por ejemplo, bien puede decirse que estamos en libertad vigilada. El presidente, electo por votación popular, se ha comprometido a bloquear cualquier proceso judicial contra los criminales de uniforme que practicaron el terrorismo de Estado, y ha dejado intacto el aparato represivo. El presupuesto nacional sigue destinando a la represión, en democracia, la misma proporción de recursos que la dictadura le atribuía. El presupuesto nacional parece el presupuesto de un cuartel: de cada diez pesos que gasta el Estado, cuatro van a parar a militares y policías. Están flacas, anémicas, enfermas de debilidad, algunas de las democracias recién nacidas o renacidas en América Latina. No es para menos: se alimentan de miedo. Desayunan miedo, almuerzan miedo, cenan miedo.
    Entre el miedo y la dignidad, entre la jaula y la libertad, entre la propiedad y el trabajo, el derecho de los pueblos toma partido. Nada tiene de neutral el derecho de los pueblos, nada tenemos de neutrales quienes con él nos identificamos y trabajamos por difundirlo: somos independientes, sí, pero no neutrales. A fin y al cabo, el orden internacional establecido, que se funda en la creciente desigualdad de sus partes, no cree en la neutralidad que sus propias normas jurídicas invocan y elogian. Las ceremonias formales del sistema proclaman la paz, la libertad y la democracia, pero lo hacen por puro exorcismo. Los hechos del sistema practican la ley del más fuerte, usan el mundo como coto de caza y fuente de ganancias y lo convierten en matadero y manicomio.
    El derecho de los pueblos va más allá de la tradición jurídica que disuelve a los pueblos en los Estados o los reduce a archipiélagos de islas individuales desconectadas entre sí. El derecho de los pueblos, derecho solidario, abre una brecha a través del derecho autoritario y del derecho egoísta; y así rinde homenaje al protagonismo popular que marca a fuego, con sello indeleble, la época contemporánea. El pueblo se hace sujeto de derecho en la medida en que se niega a seguir siendo objeto y se reconoce a sí mismo como fuente de historia: harto de sufrir la historia, ha decidido hacerla, éste es el sonido y está la furia del viento de nuestro tiempo.
    Acude la utopía al llamado de un mundo moribundo: ella anuncia otro mundo, posible casa de todos, vasto espacio de encuentro de los pueblos libres, iguales en sus derechos, diferentes en sus perfiles, diversos en sus voces. Más que utopía, habría que llamarla esperanza, porque proviene de la experiencia tanto como de la imaginación. Es la realidad quien nos demuestra que el hambre no es inevitable, ni la humillación un destino; que la esterilidad de los opresores no implica la impotencia creadora de los oprimidos, y que la responsabilidad de la historia ya no está en manos de los dioses, ni de sus tramposos inventores: que la historia puede y debe hacerse desde adentro y desde abajo, y no desde afuera y desde arriba.
    Donde el derecho tradicional dice “él” o dice “yo”, el derecho de los pueblos dice “ellos” o dice “nosotros”. Ahí residen las fuerzas de la vida, las energías del nacer incesante: ese “nosotros”, esa certidumbre de existencia colectiva, hace que podamos sentir, y hasta saber, que somos algo más que fugaces momentos del tiempo y minúsculos puntos del espacio.
    Los esclavos negros que el capitalismo arrancó de la costa occidental del África, no llevaron a América solamente sus brazos. También llevaron sus culturas, sus claves culturales de identidad y comunicación. Poco o nada sabemos de esas claves culturales, que defendieron a los esclavos contra un sistema que quiso convertirlos en cosas. Poco o nada sabemos, pero sabemos, al menos, que muchos de esos esclavos creían, y sus nietos creen todavía, en las dos memorias. Ellos creían, creen, que cada persona tiene dos memorias: una memoria, la memoria individual, condenada a muerte, condenada a ser devorada por el tiempo y las pasiones; y otra memoria, la memoria colectiva, vencedora de la muerte, continua, inmortal. Yo también lo creo. También yo creo en tan alta alegría. Creo que Lelio, Ruth, Marianella, vivirán mientras vivan en el mundo la voluntad de justicia u la voluntad de belleza, y mientras la dignidad humana, mil veces asesinada, siga siendo milagrosamente capaz de levantarse y andar.
    Galeano, Eduardo
    en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos no. 9 (Abril 1987)
    de: Seminario “Pace e diritto dei popoli”, Perugia, Diciembre 1986

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    Léo Matarasso