Henri Alleg
en Léo Matarasso, Seminario del 6 de diciembre 2008, Cedetim, Parigi
Conocí a Leo mucho antes de la guerra de Argelia. A principios de los años 50. Así que hoy, cuando nos reunimos en este simposio en su memoria, se cumplen casi sesenta años. Sesenta años marcados en particular por la lucha de los pueblos aplastados bajo el yugo colonial por su liberación. Una lucha de la cual Leo comprendió la inmensa importancia y en la que participó con pasión.
Evidentemente, fue por esta razón, en primer lugar, por la que acudió a menudo a Argel para defender el periódico del que era director -Alger républicain- que, frente a las publicaciones de los grandes colonizadores, era el único que se pronunciaba contra el sistema que les servía y contra sus monstruosos vicios. Denunciar las desigualdades, las injusticias, las torturas utilizadas regularmente por la policía, el racismo, la opresión y la explotación descarada de los argelinos, el verdadero apartheid (real aunque se niegue) del que eran víctimas los que venía a defender, era un compromiso difícil y peligroso. L’Alger républicain y los que lucharon por él fueron constantemente atacados por la administración colonial. Incauciones, multas, persecuciones, duras condenas hasta penas de prisón, este era el destino habitual del periódico y de quienes lo dirigían.
Por ello, Léo vino a defender la causa del periódico y de sus colaboradores. También defendió a menudo a los dirigentes de los partidos nacionalistas y de los movimientos anticolonialistas, que también fueron víctimas de la represión permanente que reinaba en este país, cuyos amos provisionales se atrevían a afirmar sin reírse que era una “provincia francesa” y que las leyes de la República reinaban en ella, igual que en París o Marsella.
Por lo tanto, su presencia en Argel no fue percibida como una simple visita de un abogado del otro lado del Mediterráneo para asistir a sus clientes, sino como un acontecimiento con un significado político particular. A los ojos de los argelinos, Leo no sólo era el prestigioso prínipe del foro cuya presencia no podía pasar desapercibida, sino también un amigo de su pueblo que luchaba por la libertad y que había venido a declarar la solidaridad de los anticolonialistas franceses. Del lado de la “justicia colonial”, los fiscales, los jueces de instrucción y los abogados locales, en su mayoría partidarios del sistema, no ocultaban la poca simpatía que sentían por su colega parisino, defensor y amigo de los “nativos”, quien, en sus argumentos, no tenía miedo en denunciar el régimen colonial, lo que, a su juicio, suponía un ataque a la propia patria y, por tanto, una auténtica traición.
A medida que la situación se endurecía y la lucha armada se hacía más intensa, las visitas de Leo a Argelia eran cada vez más arriesgadas. Los que se autodenominaban “ultras” estaban metidos hasta las orejas en la colonización, fanáticos de la “Argelia francesa”, de la guerra y de la represión en sus peores extremos. Insinuaron abiertamente que, si tenían la oportunidad, no dudarían en “ajustar cuentas” con esos abogados, “traidores de Francia” y “cómplices de los rebeldes” que tuvieron el valor de venir a provocarles a Argel. Y, por supuesto, Leo fue uno de los primeros en ser atacado.
Fue en estas circunstancias cuando se profundizó nuestra antigua estima y amistad. Si apreciaba su perspicacia política, su valor, su generosidad y su talento, también era muy sensible a su conversación, en la que siempre estaban presentes destellos de su cultura, su ironía y su maravilloso humor.
En septiembre de 1955, tras la prohibición del periódico, al mismo tiempo que la de varias organizaciones anticolonialistas, entre ellas el Partido Comunista Argelino, había regresado a Argel para ayudarme a preservar lo que, a pesar de la situación, aún podía ser de los derechos y el legado de “Alger républicain”. Luego, para mí, como para muchos de mis compañeros, fue la inmersión en la clandestinidad, la detención en junio de 1957, la tortura por parte de los paracaidistas de la 10ª División de Paracaidistas del General Massu.
Volví a ver a Léo a finales de agosto o durante septiembre del mismo año, en la prisión civil de Argel, ese antiguo fuerte turco que los franceses han apodado “Barberousse” y que los argelinos llaman “Serkadji”. Fue en una de las cabinas de la sala de visitas reservada para las visitas de los abogados a sus “clientes”, un momento de intensa emoción para Léo y para mí, este encuentro, bajo la mirada de un guardia de la prisión, que nos observaba desde detrás de una puerta de cristal. Durante el mes que mis torturadores me mantuvieron prisionero, Gilberte, mi mujer, toda mi familia y el propio Léo habían temido que, como muchos otros militantes detenidos y luego asesinados, entre ellos mi camarada Maurice Audin, los paracaidistas anunciaran de repente mi “desaparición” o mi “fuga” un día u otro. Encontrarme allí, en la cárcel, estrechando las manos de Léo, mi querido amigo, después de esas semanas de angustia, primero en las cárceles de El Biar donde operaban los torturadores, luego en el campo de concentración de Lodi, fue, para mí y para él, como la consagración de una victoria.
Desde Lodi, gracias a la ayuda de las esposas de algunos de mis compañeros internados, había podido revelar las torturas que había sufrido en las cárceles de los paras en una denuncia dirigida al fiscal, cuya copia había recibido primero Gilberte, mi esposa, que se encontraba en París donde vivía tras su expulsión de Argelia. Este texto también debía enviarse a la prensa. Dos periódicos, L’Humanité y Libération en aquel momento, lo publicaron íntegramente al día siguiente, por lo que fueron inmediatamente secuestrados. Léo sabía desde hacía mucho tiempo que lo que me habían hecho no era en absoluto excepcional y que, a pesar de los solemnes desmentidos de los ministros y de los jefes militares, se trataba del trato habitual reservado por la “justicia” francesa a los independentistas. Y estaba convencido de que, para hacer avanzar la causa de la paz, era necesario que esos millones de franceses, intoxicados por la propaganda oficial que pintaba la “pacificación” con los colores de una acción humana idílica, conocieran la verdad y los horrores cotidianos practicados en su nombre.
Fue esta idea la que le motivó cuando me dijo bruscamente: “Deberías escribir todo lo que has vivido. Eso sería muy importante. En ese momento, la sugerencia parecía absurda. Por supuesto, comprendí el valor que tenía para el mundo exterior un testimonio así que, de hecho, no sería sólo el mío sino el de miles y miles de combatientes, muchos de los cuales habían sido asesinados por sus torturadores, como Maurice Audin, Ali Boumendjel y muchos otros. También sabía que entre los que habían sobrevivido -la mayoría de los cuales eran, debido al sistema colonial, totalmente analfabetos- había pocos que hubieran podido responder a la sugerencia de Leo. Pero lo primero que pensé fue en la imposibilidad práctica de hacerlo en las condiciones de la cárcel. Cómo pude arreglármelas para escribir clandestinamente un texto así, para esconder las páginas y luego pasarlas al exterior cuando la celda que ocupaba con dos camaradas era constantemente inspeccionada en todos los rincones por los guardias y cuando cada uno de nosotros era a su vez sometido a un minucioso registro personal cuando iba a la sala de visitas de los abogados. A Leo no le convencieron estos argumentos y, aferrándose a su idea, me descartó, pidiéndome sólo que pensara en su propuesta.
De vuelta a mi celda, informé a mis dos compañeros. A pesar del riesgo de graves sanciones que les afectarían también a ellos si me descubrieran, enseguida mostraron no sólo su acuerdo sino también su entusiasmo por el proyecto. Así que me puse a trabajar.
Cuatro pequeñas páginas de escritura diminuta. Al principio y al final me reservé unas líneas supuestamente dirigidas a mi abogado, en realidad destinadas sólo a despistar al guardia. Estos papeles, doblados y redoblados, se escondían en el fondo de mis calcetines o pantalones mientras esperaba que llegara Leo u otro amigo abogado. Sólo después de esta “entrega” continué escribiendo mi texto.
El texto completo llegó a París y fue entregado en secreto a Gilberte, mi esposa. Léo se dirigió entonces a los grandes editores parisinos, que llegaron a la conclusión de que era absolutamente necesario publicar la historia, pero que no se harían cargo de ella, dada la probabilidad de incautación, procedimiento judicial y condena. Sólo Jérôme Lindon, director de Editions de Minuit, fundada durante la Resistencia, aceptó correr el riesgo. La Question -título que él había sugerido- se publicó sin más demora en febrero de 1958 y, como Léo había previsto, este relato tuvo inmediatamente una extraordinaria difusión en Francia y en el extranjero, participando en la denuncia de la guerra colonial y en el desarrollo de la lucha por la paz.
No habría “Cuestión” sin Leo Matarasso, que nunca ha reivindicado el papel que desempeñó para que este libro se escribiera y finalmente se publicara.
Me complace que esta reunión me haya dado la oportunidad de recordárselo.
Alleg, Henri