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Un compromiso político

    Piero Basso

    en Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 8 (octubre 1986)

    El 4 de julio de 1976, 200 aniversario de la Declaración de Independencia de Estados Unidos, exponentes de movimientos de liberación, juristas y personalidades progresistas de todo el mundo crearon en Argel la “Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos”. Este documento es el primero en dar una formulación completa a la noción de “derechos de los pueblos”, presente de forma diversa en numerosos textos anteriores (de la Declaración de Independencia de Estados Unidos a la Constitución jacobina de 1793, de la Declaración de los Pueblos de Rusia de 1917 a la Declaración de la ONU sobre la Independencia de las Colonias de 1966), y es también el primero en introducir, junto a la autodeterminación política y económica, el nuevo concepto de corresponsabilidad y de derechos colectivos de los pueblos, a la paz, al medio ambiente, al desarrollo solidario de todos. Aunque no recibió el apoyo de ningún Estado, la “Declaración” llamó la atención de muchos estudiosos del derecho internacional y se incorporó en gran medida a la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos (1981).
    Han pasado diez años desde aquel 1976, y la fuerza de las luchas populares ha impuesto cada vez más la noción de “derechos de los pueblos” en la conciencia colectiva, aunque todavía no sea a nivel “oficial”. Y es precisamente esta mayor conciencia la que hace más evidentes sus violaciones: pueblos extranjeros en su propio país, como los palestinos o los negros sudafricanos; pueblos expulsados de su propia tierra por millones, como en Afganistán, América Central, el Cuerno de África; pueblos sometidos a regímenes brutalmente represivos, como en tantos países africanos, asiáticos y latinoamericanos.
    Pero los ataques y amenazas más graves a los derechos de los pueblos, de todos los pueblos, no sólo se producen en estos casos extremos, sino en la “normalidad” en la que vivimos cada día. El agravamiento y la extensión del área del hambre, fenómeno desconocido en esta dimensión hasta hace unos veinte años, el impacto creciente de la deuda externa contra toda perspectiva de desarrollo en tantos países del Tercer Mundo, el aumento espectacular del desempleo y del subempleo como consecuencia aparentemente “natural” del progreso tecnológico, la carrera armamentística que amenaza no sólo el futuro de la humanidad, sino su propio presente, reduciendo los espacios de la vida democrática, sustrayendo enormes recursos al desarrollo, imponiendo gobiernos militares a los países más débiles, son todos atentados contra los derechos de los pueblos. Está bastante claro que todos estos fenómenos representan un peligro cada vez más grave para el desarrollo democrático de todas las sociedades, y para el mantenimiento mismo de los espacios de democracia que los pueblos han conquistado.
    Ante esta escalada de tensiones internacionales, la Declaración de los Derechos de los Pueblos podría parecer un mero trozo de papel, una lista de buenas intenciones. No es así, y por varias razones.
    Mientras tanto, la Declaración representa un punto de referencia orgánico que permite tomar decisiones precisas sobre el terreno; en un panorama político en el que con demasiada frecuencia prevalece la Realpolitik, por no decir la política espectáculo o la mera búsqueda del poder, un anclaje sólido para leer e interpretar los acontecimientos es en sí mismo un hecho político; con demasiada frecuencia, la izquierda italiana ha experimentado que no hay atajos fáciles, y que los expedientes tácticos corren el riesgo de convertirse en reveses de los que luego es difícil remontar. En segundo lugar, la insistencia en los derechos de los pueblos, como hace cien o doscientos años en los derechos individuales, contribuye, aunque lenta y trabajosamente, a madurar las conciencias, a hacer cada vez más evidente el contraste entre la realidad y las declaraciones de principios, y cada vez menos aceptable el actual sistema de relaciones internacionales; es decir, contribuye a conquistar el fondo de las conciencias para la causa del cambio, único terreno en el que nuestras armas, que son las de la razón y el corazón, son superiores a las de quienes, como decía Allende, “tienen la fuerza pero no la razón”.
    Por último, la fuerte afirmación del derecho a la autodeterminación, en todos sus aspectos, el llamamiento a la democracia, a la participación, hacen de la Declaración también un instrumento directamente político al servicio de la lucha de los pueblos, la indicación de un terreno de iniciativa destinado a ser cada vez más importante. Para quienes creemos en la vigencia actual de la visión marxiana del socialismo como el paso del reino de la necesidad al reino de la libertad, como la afirmación plena del hombre, de su derecho a participar en todos los aspectos de la vida social y política, a construir, junto con todos los demás hombres y mujeres que componen un pueblo, su propio futuro, nos parece que el llamamiento a los derechos de los pueblos es un momento necesario en esta perspectiva.

    Basso, Piero
    en: Peuples/Popoli/Peoples/Pueblos, n.ro 8 (octubre 1986)

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