Jean-Marc Fedida
en Hommage à Léo Matarasso, Séminaire sur le droit des peuples, Cahier réalisé par CEDETIM-LIDLP-CEDIDELP, Février 1999
Cuando la humilde función judicial del abogado, tan vilmente vacante, se encuentra con las ideas de la época, es el mundo el que se convierte en tribunal. La palabra del litigante, liberada de sus polvorientos recintos, se convierte en política, derriba los muros y barrotes de las cárceles de nuestros hermanos. La palabra, manejada por el defensor en el recinto judicial, es como una fiera en la pista del circo: se sienta sabiamente en un taburete hecho de lentejuelas y, al menor chasquido del látigo, levanta el vuelo e irrumpe entre los aros de fuego. El Abogado, entre el público, es un domador, su elocuencia es producto de sus trucos, hace bailar a los osos, tumbar a los tigres y saltar a los leones de círculo en círculo.
Fuera del público, el entrenador está desnudo y las bestias están libres. Su túnica ya no sirve de armadura y las garras de las bestias están afiladas. Por eso, muchos prefieren la tranquilidad de la audiencia judicial a la incomodidad del peligro de la libertad de expresión.
Hoy en día hay muchos que piensan que ser abogado es simplemente una cuestión de comparecer ante los juzgados y tribunales, y que una vez realizada esta tarea, el artesano puede cerrar su despacho.
Para mí, Leo Matarasso se encontraba igualmente a gusto dentro y fuera del circo. Controlaba a la perfección a sus animales, que le obedecían con la punta de los dedos, ya fuera bajo la mirada de un juez o de una asamblea que acudía a escucharle para defender los derechos de los pueblos.
Así, las palabras de Henri Alleg fueron liberadas por Léo; así, Ben Barka y Henri Curiel, ambos asesinados, tuvieron, durante su lucha y más allá, un defensor a la altura de sus causas.
Con Leo teníamos la sensación de que el papel del Abogado no sólo se desarrollaba en la sala del tribunal, sino que la sala de audiencias estaba en todas partes donde había ideas para salvar, libertades a ganar; podría ser, por supuesto, el bar, pero también un mesa de cocina, o un pasillo, en definitiva, dondequiera que se creara, por su presencia, un espacio de convicción.
Se lo debo a Léo Matarasso, que aceptó, junto con Georges Kiejman, de ser uno de mis dos patrocinadores de moralidad en el Colegio de Abogados de París, como lo exigía entonces la Orden de abogados. Leo se prestó a ello con toda la benévola atención que prestaba tanto a las causas como a los seres.
Fedida, Jean-Marc, Abogado